martes, 25 de julio de 2017

Hasta que el matrimonio nos separe (1977)




Director: Pedro Lazaga
España, 1977, 95 minutos



En el caso improbable de que se reestrenase Hasta que el matrimonio nos separe, lo haría casi con toda seguridad en el Festival de Cine de Sitges, tanto es el terror que producen sus diálogos al cabo de cuarenta años. Palabras como amancebamiento o apostasía, afortunadamente en desuso hace ya tiempo, convierten en una cuasi reliquia esta película escrita por el productor José Luis Dibildos y el humorista Antonio Mingote cuando en España la remota posibilidad del divorcio era todavía contemplada como una alarmante aberración entre amplios sectores de la sociedad.

El dilema que se le plantea a Miguel (José Sacristán) al saber que su novia americana está embarazada sólo es concebible en el seno de un país profundamente marcado por la represión sistemática de sus habitantes a instancias del nacionalcatolicismo. De ahí que, ante situaciones vividas con cierta naturalidad en el resto del mundo civilizado (como ser madre soltera o el matrimonio civil), a los españolitos de su generación se les viniese el mundo encima.

"¡In-di-so-lu-bleeee!"

Que la acción de Hasta que el matrimonio nos separe transcurra en Santander no es en absoluto baladí, puesto que el objetivo era (véase cartel) plantear "un debate sobre la libertad de la pareja española" en su vertiente más provinciana. De poco habría servido ambientarla en Madrid, donde sería menos verosímil recrear la sensación de espacio cerrado en el que todo el mundo se conoce y donde las noticias vuelan: Miguel comprobará enseguida que no hay secretos en una ciudad pequeña. En cuanto a por qué los hechos que se cuentan se sitúan en 1973 (como se deduce de la noticia del nombramiento de Carrero Blanco como Presidente del Gobierno que doña María ve por televisión) quizá haya que achacarlo al hecho de que en el 77, con el dictador ya muerto y las primeras elecciones democráticas al caer, se respiraban unos aires de cambio que hacían menos creíble la mojigatería de algunos personajes.

Y uno se pregunta: ¿a los actores no se les escapaba la risa cuando tenían que decir su papel durante el rodaje? No sé: todo eso de herejía, unión indisoluble y la condenación eterna. En cualquier caso, es ahora que nos hace gracia, cuando la evolución (y modernización) posterior de la sociedad española hacen inviable cualquier tipo de controversia al abordar estos temas. Lo verdaderamente importante es que películas así, con un Sacristán (José, se entiende) haciendo las veces de ciudadano medio, intentaban abrir la mentalidad de un determinado tipo de espectador en aras de una mayor tolerancia.


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